Thursday, February 2, 2023

"ABRAZO DE GUITARRA" antologado en ORQUESTA DE MEMORIAS, HUNGRÍA



ABRAZO DE GUITARRA
Claire Joysmith
(Poeta, académica retirada y traductora. México) 

Speed, bonnie boat, like a bird on the wing,
 Onward! the sailors cry;
carry the lad that's born to be King,
over the sea to Skye. 

    De niña, en la Ciudad de México, mi madre me arrullaba con la cadencia rítmica de esta canción escocesa, entre otras. 
    ¿Cómo entender a esa edad el esbozo histórico en lo musical? Sin embargo, la nostalgia en la voz materna era un sigiloso Braille que narraba la geográfica lejanía de lo umbilical. Añoranza sonora que visitaba mi duermevela, acechando mis sueños nocturnos. 
Rodeada en la vida diaria de historias ajenas, yo buscaba asirme a lo inmediato, a lo tangible: eso era el abrazo de mi guitarra. Al cumplir nueve años, fue regalo de mis padres, generoso ante la marcada austeridad económica de su vida como artistas migrantes. 
Al descubrir cómo colocar los dedos sobre las cuerdas, la guitarra me respondía; al aprenderme una tonada, resonaba para que yo le cantara. 
Era mi consuelo certero ante confusiones babélicas. Como la de hablar una lengua con mis padres del Reino Unido, otra con los vecinos mexicanos, otra en el liceo —sección francesa— y otra, ensortijada de silencios, con Nico, aquella luna materna oaxaqueña de larga trenza negra, quien suplía toda ausencia; y todavía otra más, secreta, inventada por mí, zurcida de retazos. Como la de escuchar y leer en distintas lenguas lo que llamaban historia y geografía. Era difícil comprender lo que podrían tener en común los romanos, Hernán Cortés, Benito Juárez, Enrique VIII, Juana de Arco, Winston Churchill y Macocó, el niño africano del libro de texto del liceo, en cuya biblioteca leía en francés la versión infantil de La Odisea, preguntándome en cuáles tierras lejanas podrían llegar a suceder aventuras como esas: ¿en el Imperio romano, en Francia, Escocia, Inglaterra, Oaxaca, África o Ítaca? 
Ante tales confusiones, el cuerpo sonoro de olor a madera dulce me era amable y asible: con solo seis cuerdas se caligrafiaban los territorios más íntimos. La guitarra me abrazaba, infundiendo en mí la indecible sensación de ser amorosamente comprendida. 
Tan era así que no importaba que el único cancionero a la mano traía consigo una babel más: “La cucaracha”, “La llorona”, “Sur le Pont D’avignon”, “When the Saints Go Marching In”, “Greensleeves”, “Blowing in the Wind”, “Kumbayá”, “Frère Jacques”, “King of the Road”, “Las mañanitas”... No diferenciaba yo entre una cultura y otra, una lengua y otra, una época y otra; solo entre una nota y la siguiente. 
Pasaba horas con esa caja de resonancias entre mis brazos. Y aunque el dolor calaba mis dedos de niña sobre las cuerdas metálicas, este se iba disipando junto con la angustia, al rítmico latir del corazón: la guitarra, la música y yo nos pertenecíamos en un hondo abrazo. 
Los dedos en tropiezo --tesoneros a toda hora, incluso en fines de semana-- se fueron deslizando hasta bailar al compás aprendido, la voz en asomo para hacerles coro. Y al llegar las melodías inventadas, acudieron a su llamado las palabras, articulando así una incipiente poesía. 
Al paso del tiempo, los cantos de mi madre fueron desvaneciéndose en la historia, a medida que aumentaban sus retratos al pastel de tonos sutiles, como aquel de la güerita concentrada, muy abrazada a una guitarra. 



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