Friday, March 3, 2023

TRES SILLAS DE VAN GOGH en MONOCICLO REVISTA LITERARIA, NÚM. 26


SILLAS



I

La silla amarilla espera paciente.
 
No pide luz pues surge de ella
en reconocible amarillo vangoghiano.
 
Espera solitaria, sin sombra, firme
sobre el piso humilde de campiña arlesiana,
la perspectiva un reto siempre esquivo.
 
Sus texturas de paja y de madera pintada
se detallan ante las amorfas cebollas esquinadas
que asoman de una caja cualquiera.
 
Solo que ésta deletrea tu nombre,
un Vincent tan de niño perdido, de genio,
de intensidad que se despeña
en cada pincelada.





II

Dos sillas en una alcoba
que desnuda la esencia de
la sencillez: una silla ladeada,
la otra puesta al azar, pareciera,
apenas esbozadas entre los azules
de dos puertas y la ventana nublada
sin vista al afuera.
 
Estas dos son parientas muy lejanas
de la silla-protagonista amarilla
sobre la cual reposa tu amada pipa.
 
La cama abultada nos arrebata la mirada,
esa que espía la intimidad del autorretrato,
del espejo, del lava-cuerpo en azul,
la mesa café trazada, se diría,
con crayón de inocencia.
 
Todo lo íntimo, lo cotidiano,
esbozado con apabullante sencillez,
el hogar de una mente fluctuante,
eso que llaman locura: tal vez
sea solo sensaciones
que se desbordan
sin cuenco de ternura
que las contenga.                                                                                                                                                                                                                                    




III

La silla apenas sostiene tu pesar,
anciano de ropaje azul, inerte
junto al fuego que espiga al arder.
 
Tú sí conoces el dolor vivo en cada
pincelada y lo aceptas en cada trazo
de los puños que sostienen tu rostro.
 
¿Habrás tocado ese umbral donde
el destino despoja lo inexorable?
 
Habrás visto sufrir y por ello también sufres:
el silencio es tu aliado, sin reclamo al universo.
 
El atuendo azul, regalo de Vincent,
quiere arroparte junto al fuego opacado
por el arder de inmensidades.
 
La pena cala más allá de tus huesos
asentados en la silla: nada te resulta
relevante, nada, ni el fuego cercano,
ni la silla, ni los zapatos toscos que
llevas puestos en casa.
 
Todo te abruma, te abate, y nos
convertimos en testigos
silentes pero no inmutables,
pues Vincent te sentó ahí,
sobre esa silla de madera oscura,
sin textura amarilla,
sin detallada blandura de paja

Sunday, February 12, 2023


Desde el sac bej en la selva y las tierras mayas...¡Becán, Calakmul!
¡Felicidad de piedra a cielo para compartir!

From the sac bej of Mayan land and jungle...Becán, Calakmul!
Joy from stones to skies for the sharing!

Thursday, February 2, 2023

"ABRAZO DE GUITARRA" antologado en ORQUESTA DE MEMORIAS, HUNGRÍA



ABRAZO DE GUITARRA
Claire Joysmith
(Poeta, académica retirada y traductora. México) 

Speed, bonnie boat, like a bird on the wing,
 Onward! the sailors cry;
carry the lad that's born to be King,
over the sea to Skye. 

    De niña, en la Ciudad de México, mi madre me arrullaba con la cadencia rítmica de esta canción escocesa, entre otras. 
    ¿Cómo entender a esa edad el esbozo histórico en lo musical? Sin embargo, la nostalgia en la voz materna era un sigiloso Braille que narraba la geográfica lejanía de lo umbilical. Añoranza sonora que visitaba mi duermevela, acechando mis sueños nocturnos. 
Rodeada en la vida diaria de historias ajenas, yo buscaba asirme a lo inmediato, a lo tangible: eso era el abrazo de mi guitarra. Al cumplir nueve años, fue regalo de mis padres, generoso ante la marcada austeridad económica de su vida como artistas migrantes. 
Al descubrir cómo colocar los dedos sobre las cuerdas, la guitarra me respondía; al aprenderme una tonada, resonaba para que yo le cantara. 
Era mi consuelo certero ante confusiones babélicas. Como la de hablar una lengua con mis padres del Reino Unido, otra con los vecinos mexicanos, otra en el liceo —sección francesa— y otra, ensortijada de silencios, con Nico, aquella luna materna oaxaqueña de larga trenza negra, quien suplía toda ausencia; y todavía otra más, secreta, inventada por mí, zurcida de retazos. Como la de escuchar y leer en distintas lenguas lo que llamaban historia y geografía. Era difícil comprender lo que podrían tener en común los romanos, Hernán Cortés, Benito Juárez, Enrique VIII, Juana de Arco, Winston Churchill y Macocó, el niño africano del libro de texto del liceo, en cuya biblioteca leía en francés la versión infantil de La Odisea, preguntándome en cuáles tierras lejanas podrían llegar a suceder aventuras como esas: ¿en el Imperio romano, en Francia, Escocia, Inglaterra, Oaxaca, África o Ítaca? 
Ante tales confusiones, el cuerpo sonoro de olor a madera dulce me era amable y asible: con solo seis cuerdas se caligrafiaban los territorios más íntimos. La guitarra me abrazaba, infundiendo en mí la indecible sensación de ser amorosamente comprendida. 
Tan era así que no importaba que el único cancionero a la mano traía consigo una babel más: “La cucaracha”, “La llorona”, “Sur le Pont D’avignon”, “When the Saints Go Marching In”, “Greensleeves”, “Blowing in the Wind”, “Kumbayá”, “Frère Jacques”, “King of the Road”, “Las mañanitas”... No diferenciaba yo entre una cultura y otra, una lengua y otra, una época y otra; solo entre una nota y la siguiente. 
Pasaba horas con esa caja de resonancias entre mis brazos. Y aunque el dolor calaba mis dedos de niña sobre las cuerdas metálicas, este se iba disipando junto con la angustia, al rítmico latir del corazón: la guitarra, la música y yo nos pertenecíamos en un hondo abrazo. 
Los dedos en tropiezo --tesoneros a toda hora, incluso en fines de semana-- se fueron deslizando hasta bailar al compás aprendido, la voz en asomo para hacerles coro. Y al llegar las melodías inventadas, acudieron a su llamado las palabras, articulando así una incipiente poesía. 
Al paso del tiempo, los cantos de mi madre fueron desvaneciéndose en la historia, a medida que aumentaban sus retratos al pastel de tonos sutiles, como aquel de la güerita concentrada, muy abrazada a una guitarra. 



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